viernes, 30 de abril de 2010

La culpa no es de Carlitos

¿Cuántas cosas de todas esas son reales? ¿Cuál es tu porcentaje de autenticidad? ¿Todavía te da lástima perder para ganar? Qué lástima, lindura mía. ¡Qué pena! Yo te quería ver con vida.
Mis saludos al cantautor. Nos vemos cuando resurjas.

jueves, 29 de abril de 2010

Yo dije

Pienso que tengo cosas para decir.

Hace rato que no le hablo, igual no contesta. Todavía pretendo estar en algún lado. Y nada pasa. Nada hay. Cada tanto me callo. Otras veces, me dejo llevar. Total, no se me escucha.

Se ha hablado tanto y no se ha dicho nada. Existen sobreentendidos que nos admiten ciertos silencios. Entonces, como quien diría: "callate y hacé lo tuyo". Yo no tengo la culpa de que haya confundido el placer de la carne con un asado familiar. Tomenlo de parte de quién viene: una vegetariana.

Un buen día me dijo algo. Y al día siguiente tuve que ingeniarmelas para llegar hasta mi casa. Finalmente, fue. No del todo, pero fue. Y ha sido divertido.

Ahora hay silencio por todos lados. Y tengo unos auriculares que no andan y otros que suenan horrible. También hay una tos que molesta al humo, unas lágrimas que matan gérmenes, practicidades para trabajar y un dolor que me relaja.

Creí que tenía mejores cosas para decir.

miércoles, 21 de abril de 2010

Descripción en 1.ª persona

El verano se aproximaba y se sentía en el aire. Lo recuerdo porque yo usaba una musculosa y todavía no había llegado diciembre. La radio prendida en el auto se encargaba de que no sintiera la necesidad de sacar una conversación. La verdad era que no tenía ganas de hablar. Sabía a lo que me enfrentaría o por lo menos tenía una mínima idea.

Llegamos a la casa. Todavía no estaba vacía y se notaban las rutinas de todos los integrantes de aquella familia que ahí vivía. Aunque, el único que me interesaba realmente ya no estaba. Aproximadamente unos 10.000km le impedían estar. Y esa ausencia se notaba más que cualquier rutina.

Después de un rato de hacer un forzado acto de presencia entre mates y charlas absurdas, tomé coraje y fui hacia la habitación que me estaba esperando.

Subí las escaleras, pero con temor a terminar de subirlas. Atravesé despacio el corto pasillo que no era un pasillo en realidad. Las puertas de madera antigua de la habitación estaban cerradas. Había una pila de cajas de cartón a un costado. Tomé una. Sabía que me serviría. Y con todo el valor que pude juntar en esos pocos segundos, apoyé mi mano en el picaporte y abrí la chillona puerta.

Las maderas esperaban ansiosas que las pisara para poder entonar sus crujidos ante mis pasos. Yo todavía me encontraba en la entrada de la pieza. Abrir la puerta era una cosa, pero para dar el primer paso necesitaba muchos más segundos de acumulación de valor. Gran bocanada de aire y entró el pie derecho. El resto de los pasos fueron por inercia. Sonó, a modo de festejo, el canto de las maderas. Vaya uno a saber hacía cuánto tiempo habían estado esperando ese momento.

Un aroma a infancia se me tiró encima y me abrazó cuando llegué al centro de la habitación. Me quedé inmóvil y con la mirada repasé el lugar. Entonces vi unos potentes y poco tímidos rayos de sol que se metían por las tres pequeñas, selladas y cuadradas ventanas que estaban en la parte superior de la lisa y fría pared casi blanca. Los tres colchones de una plaza estaban apilados en un rincón entre la aproximada blancura anteriormente nombrada y la otra pared celeste como el cielo de una tarde de febrero. Sobre ellos estaban doblados los tres alcolchados que alguna vez nos habían abrigado a mí y a mis dos hermanos. En la otra esquina, la vieja y clásica cueva en la que habíamos jugado tantas veces escondiendo cosas de un padre que las necesitara. En la unión de las dos paredes de cielos, el viejo y compacto armario de madera luciendo el hermoso espejo que tantas veces me había reflejado. Y finalmente, a un costado del armario una montaña de recuerdos.

Apoyé la caja en el suelo, acerqué un colchón y me senté a revisar cada uno de esos recuerdos: libros, papeles, cartas, juguetes y un pequeño muñequito de cerámica. Clasifiqué todas las cosas y las miré una por una. Primero pensé en elegir las que me llevaría conmigo. Finalmente, guardé todas en la caja.

Volví a soltar mis ojos para que dieran una vuelta por la vieja pieza. Durante segundos escuché risas que no estaban ahí. Para el tercer paseo ocular, dejé que la mirada se detuviera en cada rincón. La última pared fue la que más tiempo me tomó, ya que esa pared pintada de celeste con algunos reflejos blancos que simulaban ser nubes era en la que nos habían permitido escribir con tizas. Estaba llena de dibujos y de palabras sueltas que, seguramente, habían sido parte de algún chiste. Mis ojos la recorrieron detenidamente durante diez minutos hasta que mi mano decidió acariciarla. Su textura era rigurosamente áspera. Tenía unos pequeñísimos grumos de material frío. Sin embargo, guardaba cierto calor protector.

Sin despegar mi mano de la pared, me dejé caer lentamente de rodillas al piso. Bajé la mirada y junto con ella, las gotas de sal que cada tanto me recuerdan que soy un ser humano con sentimientos. Ellas se deslizaban con agonía por mis mejillas. Dividían al aire que se interponía en su camino hacia el suelo y, finalmente, estallaban contra la madera. Una, dos, tres y cientos de ellas durante un cuarto de hora.

Me incorporé, sequé mis ojos y me puse de pie con la frente en alto. Último paseo visual: casi blanco, ventanas, colchones, casi blanco, columna, cueva, puerta de madera, celeste con tiza, armario antiguo, celeste, ventanas, colchones, casi blanco.

Un último suspiro ahí dentro. Me dirigí a la salida mientras las maderas me despedían con su canto. Una vez fuera de la pieza, la miré una vez más y cerré las puertas.

Me hubiera encantado tener una foto de ese lugar. Nunca más pude volver. Nunca más volveré.

domingo, 11 de abril de 2010

Nunca supe si alguna de todas esas cosas que dijo –aparte de las que a mí me dijo– me correspondían en alguna medida. Me encantaba imaginar que sí. Y me gustaba decir cosas al aire a modo de respuesta. Creo que ahora estoy haciendo lo mismo. Y es que sus últimas palabras fueron justo cuando yo terminé de hablar.
Suena la sirena de bomberos y pienso que a quién mierda se le ocurre prenderse fuego un domingo a esta hora. Interesante que haya pensado eso mientras escribo esto. Curioso, cuanto menos.
No sé si quedarme con el recuerdo de haber jugado a tener un diálogo o si eliminar la duda de si jugabamos los dos o no.
Me encantaría saber si alguna de todas esas cosas que dijo –aparte de las que a mí me dijo— me correspondían en alguna medida. Y me encantaría, también, saber cuáles.

Cosas de la vida...

La melancolía de lo que no fue.

Y muy divertido hubiese sido que fuera.

martes, 6 de abril de 2010

Una lástima

Dudo que realmente me conozca. Dudo que sepa ciertas cosas. Estoy segurísima de que no sabe muchas cosas. Pero hay otras que debería y no se molesta por saberlas.
¿Qué? ¿Si yo me molesto por decirle? Y, mirá. Yo me molesto lo suficiente como para que esas cosas esten al alcance de cualquiera que quiera saberlas.
Yo creo que tiene cierta frustración. Lógico, yo no soy ninguno de ellos. Por lo tanto, no soy.
Me quiere. No tengo duda alguna de eso. Pero no me acepta. Y no es ni siquiera parecida una cosa a la otra.
Supongo que tenía ganas de que las cosas fueran de otra forma. Quizás sea por eso que mis decisiones no las toma como válidas ni razonables. Entonces, le debe molestar de sobremanera cuando yo planteo tener planes. Y más aun cuando los pongo en práctica.
Ante sus ojos mis esfuerzos son vanos, mis logros son absurdos, mis planes carecen de sentido y mi futuro no existe. Me mira y ve un fracaso. No lo dice de forma directa y no es necesario que lo haga. Yo lo sé.
Todavía no logró frenarme. Dense cuenta, sigo planeando, sigo haciendo, sigo esforzándome. Obtengo logros. Lo que no tengo es con quién brindar por ellos.
Es una lástima, porque me gustaría que no sea tan egoísta como lo es a veces.
Quizás sea que yo no lo entienda. Es que ella quería que yo fuera contadora.

viernes, 2 de abril de 2010

Descripción de un suicidio


Hay una nube gris que danza cuan cinta al ritmo de los vientos y se condensa cuando uno continúa alimentándola. Nube que ocupa tiempo y pensamientos; que oscurece el día y lo transforma en noche. Bola de humo que apenas mancha la inmensidad azul y esquiva colores que se reflejan en cristales. Y sube y baja y se estanca. Finalmente, se deshace y muere.

Un suspiro interrumpe la paz de esa copa alta y frondosa que se asoma sobre las tejas como un niño que se esconde en la diversión de jugar con algún adulto que se preste a ello. Niño con mirada traviesa y sonrisa desbordante de inocencia. Infante con pigmentos naturales que se oscurecen, se secan y se resecan con la estación entrante. Barullo de follaje que se confunde con una risa. Y es brisa. Y es viento. Negros, verdes y oscuros cabellos con reflejos claros se mezclan y se separan según el deseo de aquel suspiro.

Blancos cuerpos plásticos que crecen del suelo frío y gastado son delineados por los brillos naturalmente satelitales que caen desde aquel ojo solitario, testigo de mis muertes de un rato.

Un suave sabor de vainilla se entremezcla con la amargura y el gas de aquel río negro limitado por las curvas transparentes cuya silueta es dibujada con trazo fino por la luz. Un trago largo, un beso seco, una pequeña luciérnaga roja, un suspiro y el sabor de vainilla se suman a la consistencia de la nube gris que ha vuelto a nacer.

Yo me pierdo en el medio de todo. Entonces, sobre mi cabeza hay un infinito azul y lejano. A la izquierda, una fuerte y tajante puerta negra que rompe la acumulación de ladrillo y cemento que parece tener gusto a limón. Frente a mí, la continuación de la cítrica pared pero, con un corte diagonal que da lugar al rojo sombrero de la casa. A la derecha, negros barrotes que delimitan mi espacio y a la vez me permiten ver los acontecimientos que ocurren en aquella esquina. Debajo de mis pies, un verde y cerámico suelo. Y finalmente, a mis espaldas, los ojos de esa habitación que me contiene todas las noches. Ojos oscuros y abiertos de punta a punta que tienen la finalidad de permitir que dos cajas negras me susurren. Entonces me dicen —con instrumentos manipulados por cuatro británicos integrantes de alguna banda de rock progresivo en algún momento de la década de 1970 y una estremecedora voz— que hay un grandioso concierto en el cielo. Yo cierro los ojos y me derrito sobre el plástico blanco mientras siento cómo se desprenden de mí todas esas presiones cotidianas.

El piano se va de a poco y mis ojos se abren despacio. Aroma a humedades se mezclan con las cintas grises de vainilla. Un último trago de negro y amargo río. Y así, como sucede todos los jueves, muero una vez más.