miércoles, 18 de septiembre de 2013

El cuerpo, el hombre y la muerte

Esta prueba yo la convertía en una prueba para mi carne. Me la imaginaba soportada por mi carne. El punto de vista que yo adoptaba era, necesariamente, el de mi mismo cuerpo. ¡Se ha ocupado uno tanto de su cuerpo! ¡Lo ha vestido, lavado, cuidado, afeitado, abrevado, alimentado tanto! Se ha identificado uno con este animal doméstico. Lo ha llevado al sastre, al médico, al cirujano. Ha sufrido con él. Ha gritado con él. Ha amado con él. Decimos de él: soy yo. Y he aquí que de pronto esta ilusión se desmorona. ¡Cómo se burla uno del cuerpo! Lo relega a la categoría del lacayo. En cuanto la cólera se aviva un poco, o el amor se exalta, o el odio se concentra, se deshace esta famosa solidaridad.
¿Que tu hijo está atrapado en un incendio? ¡Lo salvarás! ¡No hay quién te retenga! ¿Que te quemas? ¡Qué te importa! Dejas esta carne andrajosa para quien lo quiera. Comprendes que no te importa aquello que te importaba tanto. ¡Venderías, si constituyera obstáculo, tu hombro para consentirte el lujo de dar un golpe de hombro. ¡Estás instalado en tu acto mismo! ¡Tu acto eres tú! ¡Ya no te encuentras fuera de él! Tu cuerpo es tuyo, ya no. ¿Vas a pegar? Nadie te dominará amenazándote en tu cuerpo. ¿Tú? Es la muerte del enemigo. ¿Tú? Es la salvación de tu hijo. Te canjeas. Y no experimentas la sensación de perder el cambio. ¿Tus miembros? Instrumentos. No nos burlamos poco de un instrumento que salta mientras cortamos. Y te canjeas por la muerte de tu rival, por la salvación de tu hijo, por la curación de tu enfermo, por tu descubrimiento ¡si eres inventor! (...)
El hombre ya no se interesa por él mismo. Solamente se impone a él lo que él es. No se atrinchera si muere: se confunde. No se pierde: se encuentra. Esto no es el deseo de moralista. Es una verdad usual, una verdad de todos los días, que una ilusión de todos los días cubre con una máscara impenetrable. ¿Cómo hubiera podido prever mientras me vestía y sentía miedo por mi cuerpo, que me preocupaba de tonterías? Solo en el momento de entregar este cuerpo es cuando todos, siempre, descubren con estupefacción lo poco que estaban ligados a él. Pero claro que durante mi vida, mientras nada urgente me gobierna, mientras mi razón de ser no está en juego, no concibo problemas más graves que los de mi cuerpo. 
¡Cuerpo mío, me importas un comino! ¡Estoy pulsado, fuera de ti, no tengo esperanza ninguna, y no me falta nada! Reniego de todo lo que he sido hasta este momento. Ni era yo el que pensaba, ni era yo el que sentía. Era mi cuerpo. Bien o mal, he tenido que traerlo a rastras hasta aquí, de lo cual deduzco que no tiene ninguna importancia. (...)
Uno no se muere. Uno se imaginaba temer a la muerte. Se teme lo inesperado, la explosión, se teme uno a sí mismo. ¿La muerte? No. Ya no hay muerte cuando uno la encuentra. (...) Cuando el cuerpo se deshace, lo esencial se muestra. El hombre no es más que un mundo de relaciones. Solo las relaciones cuentan para el hombre. 
El cuerpo, caballo viejo, se abandona. ¿Quién piensa en sí mismo durante la muerte? Yo a ese no lo he encontrado nunca...

Antoine de Saint-Exupéry. Piloto de guerra