viernes, 2 de julio de 2010

Camila, no sabría si odiarla o agradecerle

“Es una equivocación creer que el horror se asocia

inextricablemente con la oscuridad,

el silencio y la soledad”.

H.P.Lovecraft


CAMILA, NO SABRÍA SI ODIARLA O AGRADECERLE



La calle normalmente poco transitada se mostraba resplandeciente por los blancos, rojos y azules que bailaban con el cantar de las sirenas y los murmullos de los vecinos.

El mundo se paralizó y todos los sonidos existentes enmudecieron en el momento en que aquel borceguí abrió de una fuerte patada la puerta de madera vieja y pesada.

Había tanta paz en nuestras vidas

Pero un buen día ella decidió que no era feliz; no, no era feliz. Y se lo dijo todo en la cara, bien en la cara. Lo había cagado con otro tipo, eso había hecho. Y además, decía que él ya no la trataba bien. ¿No la trataba bien? No, ella decía que no. No se sentía amada, Andrés no le retribuía nada. Las palabras que usó, por favor. Y se fue. Con todo lo que él la quería, ella se fue.

Un vacío enorme sintió. Hacía mucho frío. La extrañaba. La verdad era que la extrañaba mucho. Era una gran compañera y quizás él debería haberla tratado más acorde a lo que ella necesitaba. Pero también, Andrés era un tipo muy solitario y no estaba realmente seguro de que ella lo entendiera del todo. Ella necesitaba otro tipo de vida. Seguramente, en algo él la estaba reteniendo. Ella sólo quería ser feliz. Y después de tantos años viviendo juntos… Buscaba su felicidad, no la podía juzgar.

La vida de Andrés siguió tan igual y monótona como lo había sido siempre. Sólo podía sumarle la angustia que sentía al llegar todos los días del laburo, esa maldita oficina, y notar que ella se presentaba ausente. Todavía sentía sus olores. Habían quedado perfumes en la almohada. Algunas noches tenía la necesidad de escuchar su risa o que la cena se decorara con las historias de sus días. Todavía se comía el amague de poner la mesa para dos. Deprimente. Necesitaba sacarse esa contractura, el cuerpo le reclamaba las angustias a su manera. No, no. Lo que necesitaba era salir un rato de ahí. Todas las noches, desde hacía cuatro meses atrás, se repetía la misma historia.

Puerta de madera, chirrido de bisagra. Un pasillo largo y poco iluminado. En él se destacaban los cuadrados rojos y amarillos que componían su suelo. Había unas plantas colgadas sobre la pared izquierda que lo decoraban. Aquella pared alta y otra enfrentada a poca distancia, también alta, lo limitaban y le daban, a su vez, la condición de pasillo.

La puerta que se veía al final era la entrada a la casa de Andrés. Ese trayecto podía cruzarse en pocos minutos a un paso normal, sin ningún tipo de apuro. Claro que para Andrés, cada noche, cruzarlo le tomaba unos quince o veinte minutos. Siempre y cuando no se desplomara en el medio del trayecto. Por lo general, para que eso no pasara, cuando entraba de la calle y cerraba la puerta, apoyaba su cuerpo contra la pared derecha —en la izquierda había plantas y una puerta de otra casa a mitad del pasillo— y, sin despegarse, caminaba despacio hasta el final. Por más que el camino era siempre el mismo y que lo conociera a la perfección —hacía siete años que vivía ahí—, a veces el alcohol afectaba bastante sus sentidos y su equilibrio. Entonces, el pasillo se transformaba en un espiral de blancos, rojos y amarillos que se entremezclaban. Y la gloriosa puerta ubicada al final del recorrido parecía ser inalcanzable.

Finalmente, llegaba Andrés triunfante hacia la puerta de chapa blanca. Abría, cruzaba el patio cuidadosamente y deslizaba la puerta corrediza de vidrio. Lo primero que encontraba era la sala de estar, siempre desordenada. El sillón ubicado en el medio de la sala solía ser el lugar predilecto para desparramarse a modo de festejo por haber llegado a su hogar.

En su sillón, Andrés prefería no pensar en todas las cosas que le molestaban de su vida como, por ejemplo, el tedioso trabajo que realizaba para formar parte de ese absurdo sistema; o también, la ausencia de Camila. Camila, ¿por qué te fuiste? ¿Y de dónde sacaría él una risa tan aguda y simpática o una hermosa, larga y negra cabellera para acariciar después de hacer el amor? Ay, Camila. ¿Con quién estabas en ese momento?, la puta madre. Igual, él prefería no pensar. Y cuando los pensamientos llegaban cuan vómito previo a una resaca monumental, él se daba vuelta para quedar recostado boca arriba en el sillón, como si de esa forma las ideas se desconcertaran y se fueran.

Ya eran varias las noches en que ocurría lo mismo: cada vez que se quedaba recostado mirando hacia el techo, una luz de afuera le llamaba la atención. Entonces, trataba de fijar la vista en la ventana. Era en ese momento cuando la veía a Carla, la vecina. Joven y rubia vecina que siempre lo cuidaba. Desde la lejanía y la separación de casas, lo cuidaba. Andrés pensaba que ella se preocupba por él y cuando la veía, le sonreía. Hubiese querido agradecerle y decirle que no se preocupara. Algunas noches, lo hacía, le agradecía en silencio, con la mirada, hasta que cedía ante el sueño y soñaba con Camila.

A veces soñaba por más tiempo del permitido. Y un día, los pájaros cantaron con alegría al igual que cada mañana, el sol se escurrió como pudo entre las cortinas y Andrés tapó su cara con un almohadón. Pero algo lo molestaba. Un ruido que hacía muchos meses no escuchaba le impidió mantener la línea del sueño. Alguien golpeaba la puerta de chapa.

Con los ojos entrecerrados por la luz matutina, se levantó y caminó hacia la puerta. La abrió sin siquiera preguntar quién era. La iluminación del lugar ya no le importó. Sus ojos se abrieron de par en par ante la sorpresa que se le presentó. La hermosa Carla estaba ahí y antes de que él pudiera reaccionar ella dijo:

—Andrés. Te desperté, perdón.

—No, no. No te hagas problema —dijo entre bostezos— Perdoname vos a mí. ¿Hacía mucho que estabas golpeando?

—Un rato, sí. Ya me estaba por ir. Vine a darte esto. Lo recibió mi papá y me dijo que te lo trajera cuanto antes.

—¿Eso? ¿Qué es? Claro. Un telegrama. Y sí, lógico. La puta madre.

—¿Pasó algo? Yo no entiendo nada de eso.

Andrés tardó unos segundos en sacar la vista del papel que tenía en la mano su vecina. La miró a los ojos y pensó: “Y no, mi amor, con esos hermosos 17 años no debés tener mucha idea, pero vos me cuidás. Me cuidás siempre”.

—A ver…, eh. Sí. No. Nada… Me echaron del laburo. Aparentemente, hoy no es domingo y hace tres días que tendría que haber ido a trabajar.

—Ah. Bueno…, no sé qué decirte en realidad.

—¡Jaja! Sos linda. Muchas gracias por traerlo. No te hubieses molestado.

—No, por favor. No fue nada. Bueno, te dejo tranquilo. Cuidate.

—Vos también.

Y la miró mientras se iba con su paso juvenil.

Desempleado. Esa era su condición actual. Desempleado y soltero. No por eso cambiarían sus actividades nocturnas, sino todo lo contrario. Tampoco cambiarían para Carla, aparentemente.

Pero desde el mediodía se notaba que la tarde pasaría de un modo bastante particular, y quizás hubiera sido un plan macabro de alguna deidad que disfrutaba de verlo enloquecer. Luego de la partida de la hermosa Carla, Andrés había entrado a la casa sin siquiera cerrar la puerta de chapa. La tarde había pasado mientras él estaba sentado en el sillón, sin emitir sonido y con la mirada fija en alguna mancha de la pared que tenía enfrente. Aunque imperceptible a la vista de cualquiera que lo mirase de afuera, su vida entera se estaba proyectando ante sus ojos. Y también alguna que otra ilusión o fantasía cuando su mente bromista quería que él se creara algún pedacito de otra realidad inexistente.

Para el anochecer, todos los recuerdos de sus días poco soleados se habían ido y solo quedaba la televisión con el noticiero que iluminaba la habitación. Andrés peleaba en la quietud por llenar los espacios vacíos de su mente. Sus ojos mostraban los nervios alimentados por la locura de sus ideas. Su cuerpo no se movía pero su mente generaba la necesidad de ultrajar una dulce flor. Entonces, entre imágenes rápidas que aparecían y se desvanecían en segundos, se encontraba violando con furia a la dulce vecina. Segundos después, volvía a la tensa calma de la habitación. Y de nuevo otra imagen. Y después, otra calma tensa. Finalmente, se movió y con sus manos tapó su cara. No quería lastimar a Carla. La dulce Carla. No quería ni siquiera imaginarlo. Casi en un llanto se preguntó por qué y Camila apareció. Lo acarició, lo tranquilizó mientras él no controlaba las lágrimas. Pero a los pocos minutos se levantó y dejó de acariciarlo, dejó de decirle que lo amaba para ir a revolcarse asquerosamente con otro tipo delante de sus ojos. Puta. Hija de puta. Y Carla ultrajada. Y Camila revolcada.

Andrés tapó su cara, cerró los ojos y gritó plegarias para no volver a ver nada de eso. Durante unos minutos se dijo pacientemente, mientras ponía un poco de música para relajarse, que día tras día todo podía ponerse gris y cada noche podía pretender que todo estuviera bien; pero cada vez estaba más viejo y solo, y ella ya no volvería y la otra ella algún día no lo cuidaría. Aunque él podía sentir que una liberación estaba por llegar. Se sentía frío, rígido y seco.

En ese instante se levantó y todo lo que encontró a su paso lo destrozó. Cuadros, platos, vasos, adornos, electrodomésticos, ropa, almohadones, sábanas, cortinas.

La música que provenía de la casa de atrás estaba sorpresivamente fuerte. Carla no entendía qué podría estar pasando en la casa de Andrés. Y trató de sacar conclusiones que la relajaran mientras miraba por la ventana de su habitación. Intentó distraerse y convencerse de que al día siguiente todo estaría bien.

La televisión, para ese momento, solo era capaz de reproducir una lluvia gris. Cuando él se hubo desahogado, cayó de rodillas al suelo y lloró desconsoladamente. Se preguntaba por qué, de forma constante. Y dio vueltas en el piso, hasta que la angustia se disipó. Pero aquel aparato lluvioso lo enfurecía. Luego de secarse las lágrimas y de respirar profundo, se puso de pie. Manteniendo el ritmo de la respiración, agarró decididamente el grueso caño que solía sostener la cortina antes de que él la arrancara; y con un fuerte movimiento impulsado por un grito repleto de odio, destrozó el televisor.

Carla reaccionó con un salto ante el grito y los golpes. Corrió hacia la ventana y gritó el nombre de su vecino. Su padre le gritó desde la planta baja que no molestara por la ventana. La muchacha hizo caso omiso a las órdenes del piso de abajo y volvió a llamar a Andrés. Sorpresivamente, desde la casa de atrás solo se escuchaba, en alto volumen, una canción bastante tranquila. Ella lo llamó una vez más. Para el final de su grito, un estruendo similar al de un arma de fuego retumbó entre las dos casas. Y un nuevo grito desesperado de la rubia vecina lo siguió.

Cuando los policías entraron al lugar, mediante la luz de las linternas pudieron distinguir que Andrés se encontraba tirado sin vida en un rincón, envuelto en un charco de sangre. La música continuaba sonando. Y mientras ellos se acercaban lentamente al cuerpo, un coro polifónico los acompañaba. Para el momento en que Javier, dueño del pesado borceguí que abrió la puerta de entrada, se acercó a Andrés e iluminó sus ojos abiertos, el coro enmudeció.

La cara de Andrés se mostraba feliz.

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