martes, 21 de junio de 2005

(Capítulo 3)

Y en esa oscuridad, solo podía distinguir algunos movimientos con la poca luz de los relámpaos que entraba intrusamente por mi ventana; pero no me dejaba distinguir el rostro de aquella persona. De todas formas su cara estaba cubierta. Y no rendí mi lucha, traté de librarme, traté de escapar, sin darme cuenta que la mano que tapaba mi boca dejaba al cloroformo hacer efecto en mí. Mis párpados comenzaron a pesar hasta que se cerraron por completo y una película en negro se apoderó de mi mente.
Desperté. Las vendas en mis ojos me impidían ver dónde me encontraba. Las cadenas que detenían mis manos y pies permitían al frío de las mismas penetrar mi piel.
Una mano arrancó el vendaje de mis ojos y la poca luz hiriendo mi mirada me obligaba a entrecerrarlos. Finalmente, logré ver a la persona que me había atacado en mi propio hogar. Mis ojos no lo creían. No podía ser posible. Su figura, su pelo, su rostro. Vestía una especie de ropa negra, ajustada, de cuero. Sus rojos cabellos resaltaban su blanca piel y sus ojos marrones remarcados por el maquillaje negro.
Se acercó y dijo a mi oído suavemente:
- ¿Acaso me reconocés?
Y claro, como no iba a reconocerla, era idéntica a mí.
Pregunté cómo era posible. Respondió que ella era yo. Era una parte de mí, a la cuál yo siempre oculté. Ella era mi parte malvada. Ella representaba toda la maldad reprimida en mi mente. Toda aquella maldad que yo siempre encerré en mí. Qué ahora se lo cobraría, mataría toda mi bondad, mataría todo mi amor y todos mis sueños. Matando mi buena matería, quedaría su maldad, y al integrarse en mi matería muerta, ella seguiría viva con su cruel mente y toda esa oscuridad que llevaba consigo.
Rogué porque no lo hiciera. Intenté negociar mi vida, diciendo que ambas podríamos estar en este mundo, pero hizo oídos sordos a mis súplicas.
Caminó hasta una mesa cubierta de polvo y tomó con su mano derecha un objeto cortopunzante. Se acercó con pasos lentos hacía mí y dijo mientras jugueteaba con aquel objeto:
- Si fuese una idiota y dentro de todo buena como vos, te dejaría pedir un último deseo. Una última voluntad. Pero ¿sabés qué?...No lo soy.
Y con su risa repleta de ira, de odio, de crueldad, sin un poco de piedad, penetró el cuchillo en mi cuerpo, dejandome desangrar atada a una pared. Las lágrimas no dejaban de gotear por los ventanales que reflejaban mi alma. La tristeza, el dolor, el sufrimiento. Todo aquel gris lugar lleno de polvo, suciedad, se enchastraba con mi roja sustancia.
No dejaba de reir y seguió destrozando mi cuerpo, mis órganos.
Mis gritos eran mudos hacia lo exterior de aquellas cuatro paredes. A ella no le importaba mancharse de mí. Su rostro dibujaba una sonrisa de satisfacción, de placer cada vez que me apuñalaba...

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