viernes, 2 de abril de 2010

Descripción de un suicidio


Hay una nube gris que danza cuan cinta al ritmo de los vientos y se condensa cuando uno continúa alimentándola. Nube que ocupa tiempo y pensamientos; que oscurece el día y lo transforma en noche. Bola de humo que apenas mancha la inmensidad azul y esquiva colores que se reflejan en cristales. Y sube y baja y se estanca. Finalmente, se deshace y muere.

Un suspiro interrumpe la paz de esa copa alta y frondosa que se asoma sobre las tejas como un niño que se esconde en la diversión de jugar con algún adulto que se preste a ello. Niño con mirada traviesa y sonrisa desbordante de inocencia. Infante con pigmentos naturales que se oscurecen, se secan y se resecan con la estación entrante. Barullo de follaje que se confunde con una risa. Y es brisa. Y es viento. Negros, verdes y oscuros cabellos con reflejos claros se mezclan y se separan según el deseo de aquel suspiro.

Blancos cuerpos plásticos que crecen del suelo frío y gastado son delineados por los brillos naturalmente satelitales que caen desde aquel ojo solitario, testigo de mis muertes de un rato.

Un suave sabor de vainilla se entremezcla con la amargura y el gas de aquel río negro limitado por las curvas transparentes cuya silueta es dibujada con trazo fino por la luz. Un trago largo, un beso seco, una pequeña luciérnaga roja, un suspiro y el sabor de vainilla se suman a la consistencia de la nube gris que ha vuelto a nacer.

Yo me pierdo en el medio de todo. Entonces, sobre mi cabeza hay un infinito azul y lejano. A la izquierda, una fuerte y tajante puerta negra que rompe la acumulación de ladrillo y cemento que parece tener gusto a limón. Frente a mí, la continuación de la cítrica pared pero, con un corte diagonal que da lugar al rojo sombrero de la casa. A la derecha, negros barrotes que delimitan mi espacio y a la vez me permiten ver los acontecimientos que ocurren en aquella esquina. Debajo de mis pies, un verde y cerámico suelo. Y finalmente, a mis espaldas, los ojos de esa habitación que me contiene todas las noches. Ojos oscuros y abiertos de punta a punta que tienen la finalidad de permitir que dos cajas negras me susurren. Entonces me dicen —con instrumentos manipulados por cuatro británicos integrantes de alguna banda de rock progresivo en algún momento de la década de 1970 y una estremecedora voz— que hay un grandioso concierto en el cielo. Yo cierro los ojos y me derrito sobre el plástico blanco mientras siento cómo se desprenden de mí todas esas presiones cotidianas.

El piano se va de a poco y mis ojos se abren despacio. Aroma a humedades se mezclan con las cintas grises de vainilla. Un último trago de negro y amargo río. Y así, como sucede todos los jueves, muero una vez más.

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