miércoles, 21 de abril de 2010

Descripción en 1.ª persona

El verano se aproximaba y se sentía en el aire. Lo recuerdo porque yo usaba una musculosa y todavía no había llegado diciembre. La radio prendida en el auto se encargaba de que no sintiera la necesidad de sacar una conversación. La verdad era que no tenía ganas de hablar. Sabía a lo que me enfrentaría o por lo menos tenía una mínima idea.

Llegamos a la casa. Todavía no estaba vacía y se notaban las rutinas de todos los integrantes de aquella familia que ahí vivía. Aunque, el único que me interesaba realmente ya no estaba. Aproximadamente unos 10.000km le impedían estar. Y esa ausencia se notaba más que cualquier rutina.

Después de un rato de hacer un forzado acto de presencia entre mates y charlas absurdas, tomé coraje y fui hacia la habitación que me estaba esperando.

Subí las escaleras, pero con temor a terminar de subirlas. Atravesé despacio el corto pasillo que no era un pasillo en realidad. Las puertas de madera antigua de la habitación estaban cerradas. Había una pila de cajas de cartón a un costado. Tomé una. Sabía que me serviría. Y con todo el valor que pude juntar en esos pocos segundos, apoyé mi mano en el picaporte y abrí la chillona puerta.

Las maderas esperaban ansiosas que las pisara para poder entonar sus crujidos ante mis pasos. Yo todavía me encontraba en la entrada de la pieza. Abrir la puerta era una cosa, pero para dar el primer paso necesitaba muchos más segundos de acumulación de valor. Gran bocanada de aire y entró el pie derecho. El resto de los pasos fueron por inercia. Sonó, a modo de festejo, el canto de las maderas. Vaya uno a saber hacía cuánto tiempo habían estado esperando ese momento.

Un aroma a infancia se me tiró encima y me abrazó cuando llegué al centro de la habitación. Me quedé inmóvil y con la mirada repasé el lugar. Entonces vi unos potentes y poco tímidos rayos de sol que se metían por las tres pequeñas, selladas y cuadradas ventanas que estaban en la parte superior de la lisa y fría pared casi blanca. Los tres colchones de una plaza estaban apilados en un rincón entre la aproximada blancura anteriormente nombrada y la otra pared celeste como el cielo de una tarde de febrero. Sobre ellos estaban doblados los tres alcolchados que alguna vez nos habían abrigado a mí y a mis dos hermanos. En la otra esquina, la vieja y clásica cueva en la que habíamos jugado tantas veces escondiendo cosas de un padre que las necesitara. En la unión de las dos paredes de cielos, el viejo y compacto armario de madera luciendo el hermoso espejo que tantas veces me había reflejado. Y finalmente, a un costado del armario una montaña de recuerdos.

Apoyé la caja en el suelo, acerqué un colchón y me senté a revisar cada uno de esos recuerdos: libros, papeles, cartas, juguetes y un pequeño muñequito de cerámica. Clasifiqué todas las cosas y las miré una por una. Primero pensé en elegir las que me llevaría conmigo. Finalmente, guardé todas en la caja.

Volví a soltar mis ojos para que dieran una vuelta por la vieja pieza. Durante segundos escuché risas que no estaban ahí. Para el tercer paseo ocular, dejé que la mirada se detuviera en cada rincón. La última pared fue la que más tiempo me tomó, ya que esa pared pintada de celeste con algunos reflejos blancos que simulaban ser nubes era en la que nos habían permitido escribir con tizas. Estaba llena de dibujos y de palabras sueltas que, seguramente, habían sido parte de algún chiste. Mis ojos la recorrieron detenidamente durante diez minutos hasta que mi mano decidió acariciarla. Su textura era rigurosamente áspera. Tenía unos pequeñísimos grumos de material frío. Sin embargo, guardaba cierto calor protector.

Sin despegar mi mano de la pared, me dejé caer lentamente de rodillas al piso. Bajé la mirada y junto con ella, las gotas de sal que cada tanto me recuerdan que soy un ser humano con sentimientos. Ellas se deslizaban con agonía por mis mejillas. Dividían al aire que se interponía en su camino hacia el suelo y, finalmente, estallaban contra la madera. Una, dos, tres y cientos de ellas durante un cuarto de hora.

Me incorporé, sequé mis ojos y me puse de pie con la frente en alto. Último paseo visual: casi blanco, ventanas, colchones, casi blanco, columna, cueva, puerta de madera, celeste con tiza, armario antiguo, celeste, ventanas, colchones, casi blanco.

Un último suspiro ahí dentro. Me dirigí a la salida mientras las maderas me despedían con su canto. Una vez fuera de la pieza, la miré una vez más y cerré las puertas.

Me hubiera encantado tener una foto de ese lugar. Nunca más pude volver. Nunca más volveré.

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